Quien no haya frecuentado los misterios de la montaña, difícilmente podrá alcanzar, a través de las sobrias líneas de este cuadro, la significación del mito del Llastay.
Porque éste, como todas las divinidades aborígenes, no es un producto caprichoso de la imaginación.
El Llastay es hijo de la montaña abrupta y es su seno donde se ha de buscar su cuna mítica. Intervinieron en su creación la piedra desnuda y la tormenta; las nieves del invierno y el sol radiante; los vientos blancos que soplan desde las cumbres, con un hálito de muerte; y la neblina sedante, que parece brotar de las quebradas, o ser la “túnica de aire” con que Hesíodo vestía a sus divinidades. Y es hijo, sobre todo, y antes que nada, del alma de los hombres, en plenitud de soledad y de infinito.
A través de las conversaciones provocadas hábilmente, hemos podido deducir que el Llastay es el rey o el genio protector de los animales útiles de la montaña, que los gobierna y los guía y dispone de ellos; que es amigo de los hombres, quienes pueden tener algunos de sus animales protegidos a través de rituales.
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